Boletín ISC No. 098 / 7 de abril / 2014: Austeridad, transparencia y buen gobierno
Colaboración especial de Carlos Sánchez
Los silbidos evocan la infancia, la adolescencia. El barrio, el callejón. Los días de patear balones, brincar la cerca, recibir el birote con frijoles que extrajo uno de los compas y rolarlo por la derecha.
En el Teatro de la Ciudad de la Casa de la Cultura ocurre la infancia, la lealtad y la traición, la intensidad de una cáscara de futbol, la reta breackdancera y pegarle con tuvo al contrincante.
Domingo de Un Desierto para la Danza y Moving Borders publica sus historias desde el cuerpo. Un regaderazo al cuarto día de festival, abrir los ojos, evocarse uno mismo, volver a la alegría que también nos construye una canción popular.
Nosotros es el título de la coreografía. Los intérpretes musicalizan con sonidos desde sus voces, y acompañan con movimientos corporales.
De pronto el escenario es un cuadrilátero, la cancha del barrio, el recurso más precioso para dar maromas y construir la sátira de una jornada sabatina de lucha que se transmite por televisión.
Ocurre aquí la espontaneidad, el deseo de la irreverencia, la imperfección. Jugar es la consigna, ejercer la danza por pasión y divertimiento. Romper los cánones, desenfadarse e involucrar a los espectadores.
Cuánta falta nos hace el esparcimiento, saber que asistimos una noche de domingo al teatro, en búsqueda de un discurso que nos enseñe la vida o nos haga encontrarnos con lo que somos. Anoche ocurrió. Porque en ese desparpajo del vestuario, en esa actitud de los bailarines, en esa habitual manera de mirar y decir nos supimos también como ellos: simples mortales que un día habitaron el barrio. Continúan allí y lo trasladan a donde quiera que vayan.
Nosotros es, cierto, el encuentro con la alegría de bailar una rola no clásica, un juego de video donde los personajes son de carne y hueso, y es también la vuelta de tuerca, la bipolaridad que a todos se nos presenta en el momento menos esperado.
La coreografía tiene esa magia de encendernos las emociones, de querer despojarse de la butaca, de levantarnos y bailar. Tiene también la capacidad de llenarnos de saudade, la nostalgia de lo que se aproxima: el reencuentro con la amistad que acto posterior será otra vez el extravío de los carnales que construimos el grito barrio.
Suena la nostalgia en el violín. Habita en el abrazo fraterno. La iluminación y el movimiento corporal como un gesto de amor.
Al final de la función las imágenes son un taladro que me conducen al callejón, allá donde miré también morir a mis camaradas, donde un día feliz me llené de tierra los bolsillos, donde las canicas inauguraron un nuevo sonido en mi existencia.