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Postales de otro lenguaje musical


Álamos, Sonora; a 21 de enero de 2024 De Álamos y del Festival Alfonso Ortiz Tirado se ha escrito mucho. Seduce la idea de relatar los conciertos y las presentaciones, el glamour de los eventos, la reacción de las multitudes; la belleza arquitectónica de un Pueblo mágico que funge como un anfitrión perfecto. Y sin embargo, son los recovecos y los rincones, los habitantes y las postales diarias, las que sostienen este relato.

Más allá de que aprendamos sobre las óperas de Gounod, los entresijos del proceso creativo de Puccini, la furibunda pasión de Bizett, la belleza de la construcción de María Grever, existe una sonoridad y una musicalidad subterránea en las pequeñas conversaciones, en los murmullos de la rutina, en la simpleza de la cotidianidad. Para dimensionar esto, deberíamos hacer aquello que siempre recomendó uno de los heterónimos del poeta portugués Fernando Pessoa: “Viajar significa perderse”. Y perderse en Álamos significa dejarse llevar por un ánimo aventurero, recorrer sus calles sin brújula, caminar por sus laberintos, entrar a sus mercados, cruzar los arroyos, subir a los cerros, deleitarse por su gastronomía. Perderse en Álamos y en el Festival Alfonso Ortiz Tirado es recobrar ese sentido de descubrimiento que es comparable a cuando éramos pequeños niños.

Pasado ese proceso, entonces podemos empezar a escuchar esas sonoridades que surgen de las anécdotas, de los rumores, de los pequeños chismes. Si hemos aceptado que, quizás, todo los mexicanos-como conjunto- somos hijos de Juan Rulfo, tendríamos que matizar que, aquí en el norte, hay regiones donde somos hijos de Jesús Gardea. Porque Álamos bien podría ser la Delicias que inmortalizó en sus obras: un pueblo que se encuentra en un punto de tensión entre sus raíces históricas y el relato de la modernidad, donde la arquitectura colonial y/o porfiriana contrasta con los anuncios lumínicos y los puestos encargados de arreglar celulares y laptops.

 

Pasear por el mercado es entrar a una especie de ágora donde uno se entera de los secretos que corren subterráneos por el pueblo. “¿Te enteraste que ayer falleció Don Julio?”, pregunta la encargada del puesto que hace la mejor cazuela de Álamos. “El ex cuñado de la Miri, supe que tuvo complicaciones por su enfermedad”, señala la dueña de la dulcería. “Después de que se separó de la Miri ya no volvió a ser el mismo, hasta dejó de ver a sus hijos”, señala mientras calienta agua en una cafetera de peltre.

A la fluidez verbal y cierto barroquismo lingüístico que se le presupone a los acentos del centro del país, convertidos como hegemónicos en la literatura mexicana, se contrapone cierta aridez del acento sonorense, una contención y una economía verbal que va ligado, según algunos lingüistas, a condiciones climáticas y las formas históricas del desarrollo de la región. Pero esa sonoridad, ese acento que de forma apurada alcanzamos a definir como “bronco”, tiene una musicalidad especial. La gente aquí habla como Gardea resumía su proyecto literario: “Pateando el lenguaje, pegándole como se le pega a una nuez, para abrirla y que salga su contenido”.

Así que aquí estamos, en esta cotidianidad que se mezcla con un Festival de talla internacional, que construye un mural infinito de relaciones e interacciones, que construye una partitura musical a través de los murmullos de la rutina. Gardea construyó su obra desde el norte y siempre rehuyó a ese fetiche aristotélico de la crítica centralista mexicana de “literatura del desierto”. El norte no es sólo desierto