• Instituto Sonorense de Cultura

  • 01 (662) 212 6570 y 01 (662) 212 6572
  • direccion@isc.gob.mx

La inmortalidad del cangrejo


Día 1

Llegamos a Hermosillo. Un calor asfixiante sirve como aviso a navegantes: estamos en las puertas del desierto. Un desierto mítico, habitado por cientos de historias, de anécdotas, de cosas que parecen contener, en sí mismos, su propia lógica. Aquí el tiempo parece tomarse un descanso. Ha llegado la edición 18 del Festival de Monólogos “Teatro a una sola voz” a Sonora. Las dos primeras fechas serán en la capital, Hermosillo, y luego tomaremos una especie de road trip para el sur y el norte. Ciudad Obregón, Navojoa y finalmente el punto cenital de la geografía sonorense: San Luis Río Colorado. En total, casi 2 mil kilómetros de ida y vuelta. De alejarse, primero, del desierto, y luego adentrarse a ese paisaje hipnótico por el que también se atraviesa El Pinacate.

El Festival de Monólogos es ya una tradición teatral de nivel nacional. Es un mural de historias, de soliloquios, un anecdotario precioso e intimista donde se incluyen todas las corrientes teatrales, todas las historias, desde las historias mínimas e íntimas que nacen y emanan del diálogo con uno mismo a epopeyas de talante decimonónico donde se recorren y nos aventuramos a descubrir el mundo.

Empezamos.

La inmortalidad del Cangrejo

Desde tiempos inmemoriales, el dolor ha sido un motor creativo. Suena paradójico pero así es nuestra condición humana. La enfermedad, eso que nos hace dimensionar nuestra mortalidad, es lo que nos despierta la imaginación y el impulso creativo. Mucho se ha escrito del dolor: desde el mal llamado papiro “Edwin Smith”, un tratado egipcio que ya ahondaba en los cuidados, tratamientos, síntomas y consecuencias, hasta las investigaciones modernas; la enfermedad siempre ha estado presente en nuestra historia, intrínsicamente ligada a nosotros, a lo que somos, inherente a nuestra existencia misma. Despertamos, entonces, aquello que pontificaba el filósofo alemán Martin Heidegger: el estar-ahí o “Dasein” sólo es posible, a cabalidad, a través de la muerte. La conciencia de nuestra muerte. Y la enfermedad es el vehículo de eso.

Ahí entra “Cangrejo y yo. Parodia interestelar sobre seres medio vivos y medio muertos”, de Los tres pies del gato (Guanajuato). Interpretado por Georgina Arriola y con la dirección de Andrómeda Mejía, el monólogo es una profunda y bellísima crónica del padecimiento que sufre la protagonista toda vez que le detectaron un cáncer -dos veces-. Si bien la puesta en escena es lúdica, creativa e imaginativa, cargada de humor, de escenas divertidas y de la personificación del cáncer como un cangrejo-crustáceo primero, después como la constelación zodiacal-, pasando su superficie, se torna en un testamento vital, lleno de vida-con todas las contradicciones que la propia vida acarrea-: Vemos el desarrollo de una relación de codependencia entre la mujer y su enfermedad, humanizada: El cuerpo deteriorándose, la crueldad que suponen las quimioterapias, la pérdida de cabello, de energía, de apetito, de vitalidad; las citas médicas convertidas en extensas esperas en ese purgatorio llamado incertidumbre, la soledad del que padece cáncer.

No sería muy atrevido de nuestra parte decir que la mayoría de la población conocemos a personas que han pasado por esa enfermedad. Personas-familiares, amigos- que se han ido por esa enfermedad. La actuación de Georgina y la historia encapsula esos pequeños detalles, triviales en primera instancia, pero que esconden un peso y una densidad emocional que es imposible no ligarlos con nuestra propia memoria y esas escenas con nuestras personas queridas que han atravesado por esa situación. “Cangrejo y yo”, con ese tono confesional, recuerda a aquella novela inclasificable que escribió Raquel Taranilla: “Mi cuerpo también”, que también parte de su enfrentamiento con el cáncer para después ramificarse en todo aquello que cruza por la mente bajo el yugo físico y emocional de esa enfermedad.

Al final de la obra, la enfermedad y la paciente se separan. El cáncer entra en remisión y va sintiéndose en soledad, divagando sobre si cuando ya no esté podrá ir a las estrellas y alcanzar la inmortalidad.

Día 2

El calor arrecia. Entramos en la canícula veraniega que en Hermosillo se siente como si el infierno estuviera ascendiendo a este plano de la existencia. Vagamos por las calles de la ciudad; una ciudad que está ajena ya a esa percepción chilangocentrista del norte, de los bárbaros del norte. Hermosillo es una mancha urbana que crece sin cesar. La historia política mexicana lleva inscrita, en sus genes, ese centralismo cultural. Y, sin embargo, las periferias resisten a su modo. Quizás sin los focos y sin aquella magnitud mediática de todo aquello que se presenta en el centro del país. El teatro sonorense ha dado grandísimos exponentes, ha construido una voz propia: desde Sergio Galindo a Roberto Corella, de Cutberto López a la faceta dramaturga del gran Abigael Bojórquez. Del regionalismo y ese sentir bucólico que hace del lenguaje sonorense casi un dialecto propio a las nuevas corrientes teatrales que han entrado de lleno a la fragmentación, a lo hiper subjetivo. El teatro sonorense tiene una personalidad y una voz propia. Caminando bajo el incesante sol, en aquel horizonte que se adivina infinito, uno puede imaginar las aguas azul profundo del Mar de Cortés.

Y para allá vamos.

Tiburón

La modernidad y el progreso (habrá que entrecomillar esa palabra polisémica y arteramente conflictiva) han desaparecido algunas profesiones para convertirlas en mitos, leyendas, historias que juegan en ese limbo de la realidad y la imaginación desbocada. Una de esas profesiones, que hoy suena a neologismo, es el “explorador”.

Exploradores ha habido muchos. En nuestra historia, colonizada, Vasco de Gama, Colón, Magallanes, Cabeza de Vaca son los que han entrado a nuestra memoria. Podemos hablar, también, de más recientes, el ruso Vladimir Arséniev en el siglo XIX, que con un enfoque que podríamos definir como proto-etnográfico, abrió posibilidades infinitas a nuestra imaginación y configuración del mundo. En el norte sonorense, tenemos también la historia de Fray José María de Barahona, que viajó de España a La Isla del Tiburón para cambiar su vida: el encuentro con los habitantes de la isla.

Medio milenio después, el dramaturgo Lázaro Gabino Rodríguez decidió realizar su tesis de la maestría en Antropología sobre el encuentro de José María de Barahona con los Tokáriku. El resultado es “Tiburón”, un monólogo que desborda la rigídez de los andamiajes del género y hace convivir dos líneas de tiempo: la de Barahona y la suya propia. Desde una visión academicista, erudita, fragmentaria, Gabino Rodríguez va tejiendo un complejo dispositivo narratológico: su viaje busca la mímesis con el viaje de Fray José María de Barahona. Quizás haciendo diferentes preguntas pero encontrando respuestas semejantes. El viaje-en algún punto indistinguibles el uno del otro- se convierte en un anecdotario y una crónica llena de detalles del pueblo habitante de la icónica Isla del Tiburón. Pueblos alejados del relato de occidente. Para ver “Tiburón”, hay que ponerle un alto a ese sistema de paradigmas mentales que nos colonizan: A nuestra excesiva racionalización y casi fetichista voluntad aristotélica de categorizarlo todo, tendríamos que contraponerlo con ese mundo animista donde la naturaleza ejerce su absoluto dominio. También está la pregunta de si el actuar – o en este caso reactuar- tiene el mismo peso que la realidad misma. Entra ahí la otredad, el circuito interior en el que ocupamos percibir al otro, no desde nuestro prejuicio y nuestro sistema de creencias, sino desde una visión libre de ellos.

“Tiburón” es una obra-ensayo-relato académico que se va tejiendo desde el talento intelectual de Gabino y una puesta en escena deliciosa en el que se mezclan videos de Tik tok como puntos cortantes de la (pos) modernidad. Al final, como sucede 500 años antes y ahora, creemos que hemos sido testigos de un milagro.

Día 3

La carretera Hermosillo-Ciudad Obregón es absurdamente lineal en su primer tramo. Invita a dejarse llevar por ese efecto de ensoñación que produce el calor sobre el asfalto que hace que las escenas de películas hollywoodense, cuando hablan del alter-mundo, le den ese efecto movido y color sepia. Hablamos un poco de cine como contrapartida lingüística a los monólogos que hemos visto. El camino a Ciudad Obregón, invariablemente te hace atravesar el territorio yaqui. Después de Guaymas pasa Pótam, Bácum, Huíribiri y llegas a Vícam. Los yaquis. Pueblo indómito y resistente. Recordamos aquel bellísimo libro de la historiadora Raquel Padilla y todas las vicisitudes que han tenido que sufrir los yaquis. Y pensar que las lenguas de los pueblos originarios en México están siendo olvidadas. Pensamos en aquella película “Sueño en otro idioma” donde también se toca ese tema. Siempre nos han dicho que México es un país multicultural pero ¿si no garantizamos la vida de las lenguas de los pueblos que habitan México, realmente lo somos? Dice aquel viejo axioma que le achacan, quizás apórcrifamente, a Wittgenstein: “El lenguaje es el que moldea nuestro mundo”.

Hemos llegado a Ciudad Obregón.

Lengua materna

El teatro es, también, denuncia. “Lengua madre” (Diidxa’ ni guxana laanu) fue presentado por la compañía Teatro del Tolok, de Veracruz, en el tercer día de actividades del Festival de Monólogos Teatro a una Sola Voz.

La pieza, protagonizada por Freddy Palomec Guzmán, quien además de ser el creador de la dramaturgia y dirección del mismo, comparte la historia de sus padres Eufemio Palomec Rosado y Antonia Guzmán Antonio, de origen zapoteco, en un montaje con el que además de rendirles tributo, invita a reflexionar en torno a la pérdida paulatina de las lenguas originarias de las diversas regiones del país.

En algún punto de la obra, Antonio deja entrever que no le enseña su lengua a su hijo para que no sea discriminado. Esa frase por sí sola destroza el corazón y nos lleva a cuestionarnos qué estamos haciendo tan mal como sociedad para permitir eso. En México se hablan 64 lenguajes. Las cifras indican que las poblaciones cada vez usan menos su lengua madre. El español ha ido homogenizando el conocimiento. Con la muerte de cada una de esas lenguas, se pierde una historia, un saber ancestral, una herencia antediluviana.

El monólogo de Freddy Palomec no sólo es bello en su mensaje sino en su manufactura. Se crea una conexión casi ontológica entre el público y la obra. La pérdida de los vocablos, los resortes lingüísticos del zapoteco y cómo se va erosionando su uso en pos de las lógicas de insertarse en un mundo cuyo valor reside en cuánto tienes. Sentimos ese dolor, como cuando se apaga una estrella.