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Terror Sinfónico se apodera de la noche hermosillense


La Banda Sinfónica del Estado de Sonora ofreció un concierto que ocasionó los pelos de
punta en un público cautivo. Además, se logró recolectar despensas para los damnificados
en Acapulco por el huracán Otis.
El terror, el horror, el miedo, tiene muchas caras. Como género literario y cinematográfico,
históricamente ha servido para sacar de nuestro subconsciente e inconsciente todos aquellos
miedos sociales que reprimimos. Frankestein de Mary Shelly, por ejemplo, ejemplifica el miedo a lo
diferente, a la otredad. Zizek señalaba que el miedo subterráneo a Mike Meyers, giraba alrededor
de la idea de la alienación social. El miedo a los zombies puede interpretarse como ese miedo
ancestral del ser humano a la muerte. Entonces, el terror, como la ciencia ficción, se convierten en
una herramienta que desentraña los miedos colectivos de la sociedad y los convierte en productos
de entretenimiento.
El concierto Terror sinfónico de la Banda Sinfónica del Estado de Sonora, dirigida por el maestro
Renato Zupo, sublimó esa experiencia: hay un equilibrio perfecto entre las imágenes de las
películas que se ponen en pantalla gigante y la interpretación musical de la Banda. Una relación
dialógica entre imagen y música que parecen hermanadas.
El concierto empieza con el hito musical de la serie “The walking dead”, seguido de Halloween y
Chucky. Íconos de la maldad, del terror, también de la nostalgia. Son personajes y arquetipos que
están atornillados a nuestro inconsciente, personajes que imaginamos en la soledad de las noches
insomnes y que nos obligan, quizá, a dormir con la luz prendida. Y aún así, en esos juegos
arbitrarios de luces y sombras, nuestra imaginación vuela y encuentra, paranoicamente, a esos
villanos que nos robaron el sueño en nuestras infancias.
Es el turno de Eine symphonie des grauens. O para entendernos: Nosferatu. La película, cima del
expresionismo alemán, humaniza el mito del vampiro. Y esa humanización es la que nos genera
más miedo. El miedo subterráneo que diría Zizek, va sobre las plagas. Esas muertes inexplicables.
En el cielo del Teatro de la ciudad de la Casa de la Cultura de Sonora, desciende Nosferatu.
Acompañado con telas, el maestro Abel Ferrales de espacio aéreo contorsiona y reta a la gravedad
con su cuerpo.
Se hace un silencio absoluto en la noche domonical. Una luz azulada enfoca el centro. Notas
carnavalescas empiezan a emanar por parte de la Banda y unos globos se asoman. Se trata de
Eso. El culpable de que en nuestra infancia revisáramos con absoluto terror los desagües, que
revisáramos obsesivamente la regadera del baño antes de bañarnos. Eso. Se pasea por el teatro,
personificado a la perfección-un brillante trabajo de maquillaje y vestuario- entregando globos. El
circo está en la ciudad y eso nunca es buena noticia cuando se trata de uno de los personajes
icónicos de Stephen King.
Sirve Eso para entrar en esa segunda etapa del concierto donde el terror ya no sucede en el plano
de la realidad, sino el de los sueños. Y entonces, entra el Coro de la Universidad de Sonora
dirigido por Marybel Ferrales. 1…2… cierra la puerta…3…4…Freddy viene por ti. Otro de los
íconos ochenteros del terror. Ese hombre quemado, con su suéter de rallas horzontales que es
capaz de destruirnos desde nuestros sueños. La pieza interpretada es Lullaby o canción de cuna.
El choque entre la inocencia musical de las voces aniñadas y la amenaza que se cierne sobre
nosotros, genera un miedo irracional.
Es la misma sensación que se siente con Psycho, el clásico de Alfred Hitchcock que sucede en el
Bates Motel. Ahí el miedo muta. Ya no es algo metafísico que habita en nuestro interior, sino que
es el terror a la propia realidad. A las otras personas. A su psicopatía.

En la recta final, volvemos al miedo sobrenatural. Pero ahora de tintes teológicos. La antediluviana
lucha del bien vs mal, de Dios vs Satán. Ese terror religioso que nos marca. El exorcista, quizás la
película por excelencia del género. La que puso un estándar. Referencia en efectos visuales y con
la música que nos desciende a esa noche infernal.
Y el final, no podía ser de otra manera: Carmina Burana: O Fortuna. Ese canto en latín, con la
épica apocalíptica. Pocas piezas musicales sobreviven y trascienden a la película donde se
presentó. Carmina Burana es una de ellas. Las voces sirven casi como una percusión oral vibrante
y terrorífica que va guiando el ritmo. El Teatro de la Ciudad se convierte en una sucursal del
purgatorio. Vemos al maestro Renato Zupo como epítome de la pasión musical. Sus gestos se
desgañitan y la música, de pronto explota.
Se hace el silencio. Y el público ofrece una ovación de pie. No es para menos.