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2 de octubre no se olvida


Recuerdo, recordamos.

Ésta es nuestra manera de ayudar a que amanezca

sobre tantas conciencias mancilladas,

sobre un texto iracundo sobre una reja abierta,

sobre el rostro amparado tras la máscara.

Recuerdo, recordamos

hasta que la justicia se siente entre nosotros.

Memorial de Tletelolco, Rosario Castellanos

Está prohibido olvidar. Olvidar sería el pecado original. Pocas fechas son tan simbólicas y potentes en la memoria de un país como lo es el 2 de octubre. Fecha que marca un antes y un después y en el que año con año, como una liturgia incesante, se conmemora a las víctimas de la masacre de Tlatelolco. Se puede abordar desde muchas miradas el 2 de octubre: Desde la construcción coral de las voces que lo vivieron, desde la indignación natural de haber vivido bajo el manto, horrible y turbio, de un Estado represor, desde la sempiterna discusión ideológica, desde la empatía más humana, desde las sesudas reflexiones posteriores, que con ojo académico busca encontrar los porqués, o hasta desde la fantasmal sensación de vacío que nos enmudece por un momento.

En la coralidad testimonial podemos repasar las letras de Elena Poniatowska y La noche de Tlatelolco, desde la indignación podemos leer Los días y los años de Luis González de Alba-pese a su posterior viraje, su libro es de vital importancia-, desde la discusión ideológica bien valdría la pena seguir teniendo en mente la agudeza crítica de Carlos Monsiváis, desde la furia y la utopía y posterior desencanto al gran José Revueltas; desde la empatía, quizás, a los escritores de La onda, como movimiento subversivo de la formalidad estilística y que toca el tema de forma tangencial, más centrado en la ruptura de tabús. Finalmente, sobre esa fantasmal sensación de vacío, bien podríamos releer a Héctor Manjarrez y su novela “Pasaban en silencio nuestros dioses”, donde aprovechando el funeral de José Revueltas, se cuestiona si es el final de todas esas proclamas sociales por las que se lucharon tantas batallas.

Quizás, si pecáramos de cínicos, podría decirse que sí fue el final de algo; simbólico, quizás. La tragedia del 2 de octubre, si bien funciona como un evento histórico de unión del pueblo, también nos ha dejado una sensación de orfandad. El protagonista de la novela de Manajarrez, con ese erudismo callejero, se cuestiona si las generaciones siguientes recordarán los hechos.

De ahí la importancia de exposiciones como “1968: Memoria, estado y verdad” que se realizó en la Sala de Arte del Instituto Sonorense de Cultura. A 55 años, el dolor, la rabia, la indignación, pero también la ilusión por un mejor futuro siguen intactos. Las fotografías que se presentaron, siguen siendo de dolorosa actualidad: las fuerzas armadas, los grupos infiltrados, las víctimas, el caos, el tumulto, la violencia. Todo eso sigue allí, en una herida que se niega a cerrarse. El olvido no es opción. Vemos también el papel de los medios de comunicación que deciden ignorar el tema y hablar del clima en el mejor de los casos, revictimizar y legitimizar la violencia gratuita del estado opresor en el peor de los casos.

Las paredes de la Sala de Arte están intervenidas: manchas rojas que simbolizan la sangre de las víctimas, de esos estudiantes que buscaban alternativas por un mejor futuro. La instalación artística corre a cargo de la artista Liliam Urías, quien con hilos rojos, teje una telaraña entre foto y foto, desde el cielo del recinto para invadir nuestras conciencias. Hermanada esta instalación con la que hizo en la Plaza Emiliana de Zubeldía para protestar por otra tragedia, la de la Guardería ABC. Protesta.

En la antesala del evento, en la explanada de la Plaza Hidalgo, jóvenes del COBACH hacen un performance: una recreación de esa tarde de Tlatelolco. Leen textos contestatarios, cargados de emoción, ilusión, rebeldía y un dejo de inocencia. Diría Witold Gombrowizc: “La juventud, el motor de la historia”. Una batería, un violín, una especie de rapeo. Pancartas que versan sobre el olvido, sobre el futuro, sobre un alto a la violencia.

Quizás, si el protagonista de la novela de Manjarrez pudiera ver a estos jóvenes de esta generación, cambiaría su opinión.