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Tiburón


Día 2
El calor arrecia. Entramos en la canícula veraniega que en Hermosillo se siente como si el infierno
estuviera ascendiendo a este plano de la existencia. Vagamos por las calles de la ciudad; una
ciudad que está ajena ya a esa percepción chilangocentrista del norte, de los bárbaros del norte.
Hermosillo es una mancha urbana que crece sin cesar. La historia política mexicana lleva inscrita,
en sus genes, ese centralismo cultural. Y, sin embargo, las periferias resisten a su modo. Quizás
sin los focos y sin aquella magnitud mediática de todo aquello que se presenta en el centro del
país. El teatro sonorense ha dado grandísimos exponentes, ha construido una voz propia: desde
Sergio Galindo a Roberto Corella, de Cutberto López a la faceta dramaturga del gran Abigael
Bojórquez. Del regionalismo y ese sentir bucólico que hace del lenguaje sonorense casi un dialecto
propio a las nuevas corrientes teatrales que han entrado de lleno a la fragmentación, a lo hiper
subjetivo. El teatro sonorense tiene una personalidad y una voz propia. Caminando bajo el
incesante sol, en aquel horizonte que se adivina infinito, uno puede imaginar las aguas azul
profundo del Mar de Cortés.
Y para allá vamos.
Tiburón

La modernidad y el progreso (habrá que entrecomillar esa palabra polisémica y arteramente
conflictiva) han desaparecido algunas profesiones para convertirlas en mitos, leyendas, historias
que juegan en ese limbo de la realidad y la imaginación desbocada. Una de esas profesiones, que
hoy suena a neologismo, es el “explorador”.
Exploradores ha habido muchos. En nuestra historia, colonizada, Vasco de Gama, Colón,
Magallanes, Cabeza de Vaca son los que han entrado a nuestra memoria. Podemos hablar,
también, de más recientes, el ruso Vladimir Arséniev en el siglo XIX, que con un enfoque que
podríamos definir como proto-etnográfico, abrió posibilidades infinitas a nuestra imaginación y
configuración del mundo. En el norte sonorense, tenemos también la historia de Fray José María
de Barahona, que viajó de España a La Isla del Tiburón para cambiar su vida: el encuentro con los
habitantes de la isla.
Medio milenio después, el dramaturgo Lázaro Gabino Rodríguez decidió realizar su tesis de la
maestría en Antropología sobre el encuentro de José María de Barahona con los Tokáriku. El
resultado es “Tiburón”, un monólogo que desborda la rigídez de los andamiajes del género y hace
convivir dos líneas de tiempo: la de Barahona y la suya propia. Desde una visión academicista,
erudita, fragmentaria, Gabino Rodríguez va tejiendo un complejo dispositivo narratológico: su viaje
busca la mímesis con el viaje de Fray José María de Barahona. Quizás haciendo diferentes
preguntas pero encontrando respuestas semejantes. El viaje-en algún punto indistinguibles el uno
del otro- se convierte en un anecdotario y una crónica llena de detalles del pueblo habitante de la
icónica Isla del Tiburón. Pueblos alejados del relato de occidente. Para ver “Tiburón”, hay que
ponerle un alto a ese sistema de paradigmas mentales que nos colonizan: A nuestra excesiva
racionalización y casi fetichista voluntad aristotélica de categorizarlo todo, tendríamos que
contraponerlo con ese mundo animista donde la naturaleza ejerce su absoluto dominio. También
está la pregunta de si el actuar – o en este caso reactuar- tiene el mismo peso que la realidad
misma. Entra ahí la otredad, el circuito interior en el que ocupamos percibir al otro, no desde
nuestro prejuicio y nuestro sistema de creencias, sino desde una visión libre de ellos.
“Tiburón” es una obra-ensayo-relato académico que se va tejiendo desde el talento intelectual de
Gabino y una puesta en escena deliciosa en el que se mezclan videos de Tik tok como puntos
cortantes de la (pos) modernidad. Al final, como sucede 500 años antes y ahora, creemos que
hemos sido testigos de un milagro.