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Sobrevivir al vacío


Una mujer está amarrada en el escenario. La somete una cuerda gruesa y larguísima que la une, inexorablemente, a una estructura hecha de objetos. Una silla, una bicicleta, objetos de decoración, jarrones, portaretratos, objetos cotidianos. El tiempo parece ausente. Hay una inmovilidad que asfixia. La mujer empieza a moverse, lo hace a tientas, despacio.

Es “Sobrevivir al vacío” de Quiatora Monorriel, interpetada por Rosario Ordóñez, coreografía de Evoé Sotelo y el diseño escénico de Mauricio Ascencio, que se presentan en la segunda noche de la 30 edición del Festival Un Desierto Para la Danza. No es un ejercicio sencillo hablar de “Sobrevivir al vacío”: se trata de una obra poética tan profunda como sensible, tan íntima como subversiva. Heredera de la estética de las danzas mínimas de Evoé Sotelo, la obra es una reflexión potente y provocadora que se enuncia desde una propuesta transgresora a los tiempos del capitalismo tardío: si, como sociedad, estamos envueltos en una vorágine de imágenes, en el paroxismo de lo vertiginoso, en la hiperbolización de la inmediatez, “Sobrevivir al vacío” se erige como un lugar fuera de este tiempo y exige tomarnos un respiro, una calma. A la tautología del movimiento por el movimiento, Quiatora Monorriel contrapone su propio espacio y su propio tiempo, uno ajeno al paradigma colonizador de la rapidez, de la saturación.

Lo que vemos en escena nos obliga a ver, o mejor dicho: a aprender a ver. Rosario nos va hipnotizando con sus movimientos contenidos, con esas tensiones visuales y metáforas auditivas-un bellísimo trabajo musical: un goteo hipnótico al principio, el sonido de una especie de campana distorsionada, ritmos metálicos, todos ellas representaciones del tiempo-.

La cuerda va desanudánse -y desnudándose- del cuerpo. “Sobrevivir al vacío” provoca. Hace que iniciemos un viaje hacia nuestros adentros: tendríamos que ser los espectadores emancipados que sugiere el filósofo francés Jacques Ranciére: Observamos la representación escénica y la vamos llevando con nuestras reflexiones emanadas de lo que estamos viendo. Somos espectadores activos.

 

Rosario sigue desentrañando esa cuerda que funge como cadena, sigue adquiriendo una libertad hosca. El tótem de objetos pronto va erosionando su influencia en el cuerpo de ella. Es un ejercicio de desapego, de liberación, de desaprensión de esos objetos-fetiche a los que les damos un valor. En su mano carga un jarrón que trasnmuta-según cada espectador-. Somos nosotros quienes vamos, como un rompecabezas infinito, dándole sentido a la obra. Del hombro izquierdo de la artista sobresale un girasol. Otra tensión dialéctica: lo orgánico-y finito- como contraposición de los objetos-ingravitables y sólo significantes de nuestra mente-. Objetos-fetiche que nos van marcando nuestra existencia.

Rosario llega al otro lado del escenario. Queda poca cuerda. Ha esculpido el tiempo, como lo hacía Tarkovsky en sus películas. Finalmente, Rosario se desnuda. Ha conseguido salir libre, quitarse ese peso brutal que la tenía amarrada. Nosotros también. Hemos asistido a una obra única y bellísima, poética y rebelde, íntima y lacerante.