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El desierto rojo: Viaje al vacío moderno


El pasado sábado la Cineteca Sonora proyectó “El desierto rojo” de Michelangelo Antonioni. Otro nombre de alto calibre en la larga lista de clásicos que se han puesto en el recinto cinematográfico. Y es que hablar de esa obra del gran director italiano, su primera en color, es internarse a un laberinto vital, lleno de penumbras, poético y frío al mismo tiempo. Entrar a “El desierto rojo” es ser un explorador del vacío.

 

Antonioni, poeta e intelectual-marxista, para más inri-, abre su obra cima con imágenes de fábricas. Lo industrial como relato. Lo acompaña una música metálica, casi electrónica: fría y desprovista de emociones. Hay que situarnos en contexto. Estamos en Rávana, Italia, ciudad portuaria. La época todavía tiene reminiscencias de la posguerra, época de vacío espiritual, de un nihilismo descarnado, una transición inhóspita entre lo que muchos adivinaron como el fin del mundo-justificadamente- y ese raro reinicio mundial donde un capitalismo depredador y enfocado en la productividad inhumana tomaba el mando. Y a esas imágenes de un salvaje industrialismo y sus nefastas consecuencias: polución, contaminación, destrucción de la naturaleza; Antonioni contrapone el rostro de Giulianna-una maravillosa Monica Vitti-, bellísima pero profundamente obcecada, confundida, errante. Esposa de Ugo, un ingeniero eléctrico, Giulanna pronto cuenta que ha tenido un accidente de automóvil y se encuentra pérdida. Como en un desierto existencial. Incapaz de comprender y de comunicarse con aquello que la rodea, vaga por la realidad, observando algo indescifrable para ella. Todo le es ajeno. Y lo que es peor, todo le da miedo. En algún punto, Giulanna confiesa a Conrado, un socio de su esposo y posteriormente fugaz amante suyo: “Hay algo terrible en la realidad y no sé qué es”.

 

Diálogo denso y que encierra bien la abulia moderna, la soledad no buscada sino obligada. Giulanna pese a estar casada, tener un amante-al que en algún momento parece entender como el único que la comprende para después darse de bruces-, un hijo y una situación económica privilegiada, está extraviada en una vida tan carente de sentido como superficial. Rávana, su ciudad, conectada a todo el mundo, es una especie de torre de Babel para ella: comunicarse es una utopía.

 

Hay algo que sobrevuela en la película de Antonioni. “El desierto rojo” es parte de esa tetralogía tan bella como lacerante de la modernidad que hizo en la década de los sesentas: EL eclipse, La noche, Desierto Rojo y La Aventura. En esas cuatro películas, el director italiano bosqueja y luego explora la soledad del individuo en una sociedad entregada a esa idea maquinal del “progreso”- que luego hemos comprendido que era un eufemismo muy refinado-. Giulanna, también epitomiza los problemas de ser mujer en una sociedad industrializada que premia los valores machistas y es un primer acercamiento a la salud mental y su importancia. En un primer visionado, la película puede parecer algo inconexa, saltamos de una escena a otra, como viñetas superpuestas y sin embargo, todo en Antonioni tiene un sentido, un simbolismo. Visualmente “El desierto rojo” es una maravilla moderna, un juego de interpretaciones que inicia desde el uso de los colores como metáfora del interior de Giulanna-colores fríos en su mayoría y luego el rojo, en aquella escena de sospecha sensual y sexual, pero que sigue montándose sobre los restos de lo que alguna vez fue una forma de comunicación.