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87 años de la muerte del compositor sonorense Rodolfo Campodónico


 

 

97 años es casi un siglo. Un siglo es una colección de historias, de momentos que se dispersan entre la memoria y el olvido. Por fortuna, la música entra en otra categoría: lleva inherente la inmortalidad. Este 7 de enero, se cumplen 97 años del fallecimiento del compositor sonorense Rodolfo Víctor Manuel Pío Campodónico.

Nacido en Hermosillo el 3 de julio de 1866, hijo del músico genovés, Juan Campodónico y María Dolores Morales, desde muy pequeño entendió su talento musical. Con la influencia musical de su padre, pronto comenzó a tocar el triángulo, el cornetín, el clarinete, la flauta, el chel y el contrabajo. No había instrumento que se negara a su virtuosismo. De forma paralela, el ‘Champ’ -un sobrenombre que juega con su apellido y la palabra ‘champion’- empezó a componer música.

Rodolfo Campodónico se convirtió en una especie de cupido sonorense, un ente que encarnaba el ideal romántico. Sus vals, como dedicatorias bellísimas a mujeres decimonónicas, a historias de amor que se perpetuaron en el imaginario. Luz, Lolita, Elenita, Amelia, Carmela, Julia, Margot o hasta ese vals anónimo y pasional que se encapsula en “Mi güerita”.

Alma de demiurgo,  de poeta musical, de nómada romántico-por sus cantadas en los parques de Hermosillo y Guaymas- pronto fue solidificando una reputación que trascendería las fronteras sonorenses. Con más de 2 mil piezas-entre vals, doble pasos y marchas-.

De ideas revolucionarias-como lo atestigua la que quizá sea su obra cumbre: El vals “Club verde”, la música de Campodónico bien pudo ser el soundtrack de las revueltas que sucedieron en Sonora en el contexto de la Revolución Mexicana. “Club verde”, un himno antireeleccionista, contestario en pleno porfiriato, cimentó la inmortalidad de Rodolfo Campodónico- amén de la vital e inexpugnable labora de haber fundado la Orquesta del Estado-.

Regresemos al tema de la inmortalidad y como la música ha creado un refinado dispositivo que le permite evadir lo finito, al tiempo, a la vida misma. En La inmortalidad, el escritor checo Milan Kundera recrea diversos diálogos entre escritores, músicos y artistas que han logrado esa trascendencia que les otorga la inmortalidad, y ese Goethe imaginado por el autor, señala que la inmortalidad se logra a través de esos gestos mínimos, como que seas leído por un joven que regresa de su escuela en transporte público.

La vida y memoria de Rodolfo Campodónico seguirá estando aquí mientras la abuelita de la sierra sonorense siga tarareando aquel vals de “Mi güerita” con la que fue cortejada, o por la presentación de las orquestas y bandas que tocan alrededor del país, o por aquel joven que encuentra en el “Club verde” un alegato democrático.