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Redención musical: El huapango potosino en el desierto


A la vida le gustan las sincronías y los leves anacronismos. Puede ser un capricho irónico del destino-si es que existe-. Jorge Rivera, nacido en la huasteca potosina lleva en su pecho-como un corazón simbólico- una grabadora y un micrófono. Desde los diversos cruces de la ciudad, Jorge acompaña a la música de la grabadora: De José Alfredo Jiménez a Lola Beltrán, de Javier Solís a las composiciones del ‘Rey del Huapango’ Nicandro Castillo. Su voz ríspida, rijosa, como si le hubiera aguantada una juerga a la ‘Chabela’ Vargas retumba por esa geografía urbana de Hermosillo.

Jorge bien podría ser un personaje salido de alguna novela no publicada-o póstuma- de Jorge Ibargüengoitia o de Daniel Sada: Su ojo derecho es de cristal, porque lo perdió en un accidente de pequeño-del que dice no tener memoria-. Fue Ingeniero Químico, trabajó en el extinto Instituto Mexicano del Petróleo, vivió en Veracruz, Tamaulipas, Tabasco, Ciudad de México durante ese trecho de ‘normalidad’ y estabilidad que le concedió la vida. Pero ¿qué sería de la vida si fuera lógica? Una colección de monotonías. Por el contrario, su vida epitomiza la de millones de mexicanos. Se quedó sin trabajo y tuvo que ir al gabacho. Allá, como miles de compatriotas, se ganó la vida cómo pudo.
Estuvo en Nueva Jersey tres años y finalmente fue deportado a Nogales, Sonora. Sin mayor acompañamiento que su ropa y la memoria de la música, Jorge vino a trabajar a los campos de Pesqueira, en Naco, cruzó a Chihuahua y recaló finalmente en Hermosillo.

“No hubiera podido sobrevivir sin la música, en la huasteca potosina, la música lo es todo”, señala Jorge, con su voz quebrado por aquella nostalgia del volver a casa. Es un hombre contradictorio, él mismo se hace un examen de conciencia y un repaso generalizado a su vida. Todavía le da tiempo para hacer una profunda disertación sobre las diferencias de los huapangos y los géneros musicales de toda la huasteca.
“Hay variaciones entre lo que tocan los de mi huasteca potosina y los jarochos, o los huastecos de Hidalgo, nosotros somos más contenidos pero los jarochos sí están muy pesados, son más alegres”, señala con un dejo lúdico de envidia.

En Hermosillo vendió jugos, periódicos y ahora sale a caminar y cantar, como un trovador cuyo equipaje se resguarda en su garganta. Habla con una musicalidad y un ritmo hipnótico, como si fueran versos alejandrinos. Una tradición oral que dice se sigue transmitiendo en su pueblo.

“Llegué aquí a Hermosillo quién sabe por qué, pero aquí he encontrado otra vida, siempre he empezado desde abajo, desde que estudié la carrera, cuando me fui y recorrí todos los Estados Unidos y ahora aquí”, dice Jorge, orgulloso de su capacidad de redención.

La música la lleva en las venas, como un espíritu ancestral. Es su identidad, su motor y el impulso para seguir levantándose.

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